LAV DIAZ Y LA LIBERTAD DE LAS NACIONES POSCOLONIALES


por Nicolás Munévar Miranda

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Somos un ser escindido por la historia y no siempre estamos seguros de quiénes nos conforman y de quién hablamos cuando hablamos de nosotros, de quién los recuerdos sobre nuestro territorio o de quién las ideas que ahora fingen gobernarlo. Ser hijo de una excolonia es ser hijo de un quiebre abismal entre el paisaje y los conceptos, entre el Ellos y el Nosotros: porque crecimos nutriéndonos de un paisaje que vemos con ojos de extranjero; porque somos simultáneamente todos y ninguno. ¿Quiénes somos nosotros y de quién hablamos cuando hablamos de nosotros en pasado? ¿Quiénes nos liberamos y de qué, cuando buscamos nuestra libertad? El cine de Lav Díaz nos muestra un mundo al margen, con los ojos de quien, como nosotros, es uno y muchos a la vez y, al hacerlo, nos deja ver la libertad que brota allí en nuestra interacción con la pantalla, en medio del mundo diseccionado, discreto, fragmentado y volátil que es la Modernidad a medias que nos habita. Cuando se habla del cine de de Lav Díaz se habla sobre todo de libertad y emancipación. Aun así, pareciera que poco se ha hablado del gran alcance que tiene su idea de emancipación más allá de las fronteras filipinas en su contexto de colonia y sucesión de dictaduras, o por lo menos no con suficiente énfasis en todas las posibilidades que hay en ese planteamiento sobre la libertad para el resto de naciones poscoloniales desde las que nos preguntamos por el quehacer del cine. Diaz nos habla desde una libertad en potencia que quizá sea más grande de lo que él mismo se imagina, esgrimiendo un cine de emancipación para la población filipina y, tal vez, para todas las naciones poscoloniales. 

Diaz se resiste a la idea del arte por el arte y busca en su cine un espejo de la sociedad para liberar a la población filipina de su interminable opresión política. Tal liberación se ejerce desde dos ejes: lucha contra el tiempo y lucha contra la generalización. 

La lucha contra el tiempo no es una lucha contra el paso de las horas sino de la existencia misma de las horas y su contabilidad, signo del control de los cuerpos durante la colonia, compuestos de horas diarias de trabajo repartidas como capital entre horas de rezo, horas de trabajo y horas de sueño a los ojos de los misioneros españoles y los esclavistas estadounidenses, así como más tarde los japoneses y los ejércitos de Ferdinand Marcos durante la dictadura. Y es que esa lucha contra el tiempo poco tiene de lejana para nosotros hoy en día: Diaz, formado como economista, seguramente vio, como algunos de nosotros, con preocupación los modelos macroeconómicos neokeynesianos donde la vida se divide en horas repartidas entre el ocio y el consumo (trabajo sólo para consumir y el precio del descanso es el salario), cómo el trabajo es una desutilidad que solo se compensa con las compras y cómo la libertad que tenemos consiste en la libertad de comprar o dormir. Pero la gente filipina, después de tanto tiempo de opresión, sigue estando controlada por el espacio, más que por el tiempo, afirma Diaz. Es ahí donde cobra relevancia la duración en sus películas, que no se miden por los segundos sino por la duración de las poses y las acciones del mundo en su espacio, esa duración que tiene profundidad y un orden más continuo que discreto. Para ver una película de cinco o diez horas como las de Diaz es necesario salir de un esquema del tiempo monetarizado, donde el costo de sentarse a ver una película se mide en horas de trabajo, y entender la confrontación con el tiempo como una confrontación con el desplazamiento y ser de las cosas, de los ríos, de las personas, de un tiempo mítico. El acto mismo de ver una película durante diez horas es un acto emancipatorio. “Antes de grabar le pido a las actores que cuenten hasta veinticinco, para que escuchen el hablar de las cosas”, dice Diaz. Pero sus películas no sólo se prolongan en el tiempo sino que intentan cavar en él con la profundidad con que se vive: en ellas el tiempo es real y nos confronta, vemos el mundo y allí a nosotros mismos sin poder olvidar nuestra existencia, nuestro ser en el espacio, nuestra duración. 

Esa lucha por un tiempo más continuo que discreto, más lógico que cronológico y más espacial que productivo es muy cercano a su lucha contra la especificación y generalización. Ese escapar va desde el formato mismo de sus películas hasta la relación entre los objetos dentro de ellas. Al hacer películas orgánicamente largas o cortas, Diaz escapa de los esquemas industriales cortometraje - mediometraje - largometraje. No existe tal cosa como pequeña pintura y gran pintura, dice Diaz, pero el cine en cuanto industria ha sido obligado a ser estandarizado y empacado. Pero tampoco hay personajes sin entorno, ni árbol sin la tierra y pueblos sin los ríos: en el cine de Diaz el paisaje no está subordinado al personaje, que se esconde entre las ramas, desaparece entre las siluetas de los bosques o escribe a la sombra de los soportales de bambú frente a una cámara que no diferencia la madera y el polvo de la carne y el sudor. De esa forma se pierden las fronteras entre lo Uno y lo Otro, individuo y sociedad, humano y paisaje, y con ellas las divisiones que han jerarquizado desde la colonia los cuerpos, los pensamientos, los deseos y las voces. 

Las principales preguntas desde las que Diaz trabaja son qué es el cine y qué significa ser filipino. Pero al ver su cine me da la impresión que su pregunta por el ser filipino se extiende a qué significa ser latinoameicano, qué significa habitar un territorio sin continuidad narrativa y demográfica. 

Pero, ¿por qué es tan importante el despliegue cinematográfico de Diaz para nosotros? Al hablar de un cine que no parte del arte por el arte, crea un cine no autosuficiente que también se libera de la dualidad moderna entre racionalidad y sensibilidad desde la que Kant plantea lo sublime y desde la que se han planteado los procesos de emancipación a partir del Arte en occidente. La base schilleriana y kantiana desde la que la línea marxita de Adorno y Lyotard se pensaron la emancipación desde la estética a través de la autosuficiencia de la obra queda descompuesta: para Schiller el juicio estético “no está sometido ni a la ley del entendimiento que impone sus determinaciones conceptuales a la vida sensible ni a la ley de la sensación que impone un objeto de deseo (...) Suprime, por ende, las relaciones de poder que estructuran la experiencia del sujeto cognoscente, actuante o deseante” (Ranciére, 2004). La línea marxista del arte por el arte está ligada a una idea del arte como objeto que se escapa a los mecanismos mercantiles, pero el que parta de la dicotomía kantiana racionalidad-sensibilidad marca, de entrada, las restricciones eurocentristas y modernistas desde las cuales está restringida tal emancipación. El pensamiento estético de la emancipación nunca ha dejado de partir de los valores burgueses de igualdad y fraternidad, especificación y clasificación, trabajo y goce, Individuo y Objeto: Diaz quiebra esa separación en su planteamiento, pero también toda forma de división en su cine. Y este quiebre no es de menor importancia si vemos el doble filo que han jugado los valores modernos en la construcción del panorama poscolonial actual, en el que la revolución francesa “quiso derribar un orden antiguo de dominación [reproduciendo] ella misma la lógica antigua que se impone a la materia pasiva”. Quebrando con la discreción del tiempo y el esquema especificación-generalización del positivismo occidental al proponer un paradigma de relación continua desde el cine, también se rompe la división entre Sujeto y Objeto de conocimiento que sustenta la dependencia epistémica de las poscolonias. 

Hablo como latinoamericano, pero al ver el cine de Diaz pareciera que todos los que habitamos poscolonias sentimos que nuestro mundo no se puede entender desde el cálculo diferencial y que el área de las cosas se le escapa a las sumas de Riemann y a los equilibrios de mercado. Nuestra academia parece, como dice Dussel, una sucursal del pensamiento europeo, discreto y fraccionado en segundos, en metros y visto como un infinito plano cartesiano, y sin embargo acá en Colombia los pescadores  del río Magdalena no cuentan los días sino los peces Tolomba que anuncian la subienda del cauce y en los platos de comida se sabe qué época es también por los peces que trae la corriente: después del Tolomba llega el Nicura y luego el Bocachico y finalmente el Bagre. Nacer en el poscolonialismo es nacer doble: guardadas las proporciones somos ese cuerpo que es uno y es muchos que nombra Irigaray al hablar de la vagina que son dos labios que se besan y son un dos indivisible en un mundo en el que solo se es lo uno: “en la sociedad en la que todo se numera y se clasifica ser una y dos es el desbordar”, dice Irigaray.  Espero no caer en un intento de apropiarme como hombre de la voz del feminismo posestructural en función de otra causa, pero siento que hay mucho de ese ser uno y ser múltiple que se evidencia en el cine de Diaz y que habitamos como hijos del poscolonialismo.  

Desbordar la Modernidad acaparadora en el ser lo uno y lo múltiple indivisible, eternamente. Una libertad que busca la academia occidental sin saber dónde buscar y que nosotros guardamos en el centro de nuestra multiplicidad, en la que habita en simultáneo el tiempo mítico y el plano cartesiano. Ese juego con el tiempo lo habíamos usado en el pasado, como la metáfora del barroco latinoamericano que “no solo vincula los objetos a través de la semejanza de sus naturalezas, sino que también vincula distintas temporalidades, desafiando la lógica de las causas y las consecuencias” (Sanín, 2019). Diaz no juega mucho con la metáfora, pero sí rompe el esquema causal que cercena el espíritu de nuestra libertad, rizomática como suelo de manglares.Quizá sea esta la clave de la libertad de las naciones poscoloniales, oculta como los personajes entre los paisajes en el cine de Diaz, o por lo menos una libertad estética que contiene pero no depende de la lógica moderna y nos refleja con un tiempo que depende más del ritmo que de los relojes: para Heidegger toda medida era una forma de hacer presente el tiempo, pero el ritmo no es medida sino tiempo original; nosotros, a pesar de los relojes y los calendarios, sabemos mejor de qué hablamos cuando hablamos de buen y mal tiempo; ese tiempo que es pasado y es presente y es futuro, (el tiempo aoristo en el que se escribían los mitos que son un ocurrir constante), y es nosotros mismos.