El lugar del cine

Breve crónica de Il Cinema Ritrovato 2025

por Karina Solórzano


Katharine Hepburn en Summertime de David Lean (1955)

Conocía Il Cinema Ritrovato por las fotografías de un enorme público reunido en la Piazza Maggiore para ver, por ejemplo, Enamorada (1946) de Emilio Fernández —una de las películas de mi vida—; los tonos cálidos de esas imágenes transmitían algo más que la atmósfera del verano. Era, tal vez, la sensación de una comunidad reunida por la luz del cine. Estar algún día ahí, entre ese público, frente a la pantalla en la Piazza Maggiore era uno de mis sueños de cinéfila y programadora de cine. Creo que hay que tener algunos sueños en la vida, aunque a veces ignoremos cuánto trabajo y azar hay detrás de cumplirlos. Il Cinema Ritrovato es un festival dedicado al cine restaurado y recuperado que cada verano, desde 1986, convoca a críticos, historiadores, investigadores, programadores y —muy especialmente— a señoras cinéfilas que asisten fielmente a sus funciones. Las imágenes que conocía del festival no alcanzaban para anticipar lo que fue estar, finalmente, entre la gente que reía con Charles Chaplin en La quimera del oro, un siglo después de su estreno. En contra del olvido que amenaza con borrarlo todo al despertar, quise escribir esta crónica sobre Bolonia y el festival, esa ciudad en la que, durante nueve días, las películas de distintas épocas conviven en un presente compartido. 

Durante el verano, Bolonia es bastante calurosa, y las tardes invitan a buscar refugio en las salas de cine o bajo sus interminables portales, acaso uno de los rasgos más característicos de la ciudad. Algunos de estos pórticos existen desde la Edad Media, cuando fueron construidos como una extensión del hogar para dar cobijo a quienes llegaban a la ciudad. Bolonia es, desde entonces, una ciudad hospitalaria. El calor húmedo de julio alcanza los treinta grados y las calles parecen detenerse hacia la hora de la siesta o en la sombra de los cafés en donde se puede ver a la gente abanicándose o con un café freddo o un spritz en la mano, mientras los cinéfilos improvisamos un sándwich de mortadela antes de la siguiente función. En las paredes se acumulan carteles de movimientos sociales y banderas rojas: la ciudad recuerda a cada paso su historia política de izquierda. Otra alternativa contra el calor son las proyecciones abiertas en la  Piazzetta Pier Paolo Pasolini, en la Cineteca di Bologna. Ahí es posible refrescarse con un gelato mientras el sonido insistente de las cigarras llena el aire. 

Il Cinema Ritrovato es tan enorme —en esta edición presentó más de 450 películas— que probablemente dos cinéfilos con gustos opuestos jamás llegarán a coincidir en una función. El fanático del cine de explotación irá a salas distintas a las que eligiría el fanático del cine clásico. Y, sin embargo, hay mapas de programación que permiten que el cine se encuentre con el cine. Esta programación se divide en tres partes: Il paradiso dei cinefili, La macchina del tempo y La macchina dello spazio. Il paradiso dei cinefili reúne películas recuperadas y restauradas; este año contó con la retrospectivas de cineastas como Lewis Milestone y Luigi Comencini y de la actriz Katharine Hepburn. Esta sección es el corazón del festival, una ruta que suscita el redescubrimiento y la comunidad al cruzar géneros, estilos y épocas. La macchina del tempo invita a viajar hacia los orígenes del cine y los primeros años del siglo XX, con ciclos que muestran cómo las películas de 1905 o de 1925 construyeron el lenguaje cinematográfico. Si La macchina del tempo mira hacia atrás, La macchina dello spazio explora territorios y universos distintos; este año descubrimos el cine prebélico de Mikio Naruse, la elegancia musical de Willi Forst y el suspense del Norden Noir.

Pero las rutas, al final, están trazadas por la propia programación, y toda programación puede leerse como un mapa ideológico que invita —o condiciona— ciertas lecturas. Por ejemplo, para ver las películas de Mario Bava o Terence Fisher íbamos al Cinema Europa, ubicado en el barrio de Pratello, con sus restaurantes y bares, un buen lugar para acompañar el espíritu irreverente del cine de explotación; pero para ver a Comencini íbamos a Il Cinema Modernissimo en el corazón de la ciudad. Il Cinema Modernissimo, como su nombre lo indica, conserva huellas del arte moderno en cada detalle desde los ornamentos pluma de cola de pavorreal hasta su marquesina luminosa. Durante el festival se convierte en un espacio para el cine del canon cinematográfico, pero también para aquellos que quieren adentrarse en él de manera distinta. Un ejemplo es el cine de Comencini que, más alejado de una concepción rígida de autoría como la que asociamos a Federico Fellini, Luchino Visconti o Michelangelo Antonioni, abre caminos inesperados dentro del canon. Sus temas recurrentes, como la infancia, aparecen en películas de factura más “industrial”. En su obra, la infancia no es sólo un motivo narrativo, sino una forma de mirar el mundo desde la fragilidad, la curiosidad y la posibilidad de redención. El cineasta italiano, en lugar de desarrollar algo así como un estilo “personal”, exploró diversos géneros y registros, desde la comedia hasta el drama histórico. 

El antiguo Cinema Europa fue, en la década de 1980, la primera sede de la Cineteca di Bologna, cuando se conocía como Cine Lumière. En 2003, la Cineteca se trasladó a la Manifattura delle Arti, un conjunto de edificios industriales y un antiguo matadero municipal —como la Cineteca de Madrid, también construida sobre un matadero— que hoy alberga sus archivos, oficinas, biblioteca y salas dedicadas a los hermanos Lumière, a Marcello Mastroianni y a Martin Scorsese. El viejo Cinema Europa conserva aún la huella de haber sido alguna vez la Cineteca, como si en sus muros persistiera una memoria material del cine y en el barrio de Pratello algo de este viejo arraigo cinéfilo. Habría que escribir algún día sobre la fascinante tensión entre lugares de trabajo y de sacrificio convertidos en espacios de arte, sobre la extraña cercanía entre el matadero y el cine. Entre el pasado industrial y la memoria que las películas conservan.

Pero ahora, al escribir sobre los días en Bolonia, pienso en el lugar que ocupaba el cine de explotación: el Cinema Europa, en relación con Il Cinema Modernissimo, donde, además de Comencini, revivimos a Alfred Hitchcock y nos maravillamos con los colores vibrantes de la restauración de Duel in the Sun (1946), de King Vidor. Porque este festival me hizo pensar en la idea de un lugar para el cine. Es interesante pensar en la existencia de un espacio físico para el cine de explotación y otro para el cine canónico —y para el que nos permite volver sobre él—, una relación espacial que podría leerse en términos de centro y periferia, por ejemplo. Pero, de nuevo, Il Cinema Ritrovato es un festival tan amplio que invita a imaginar una opción aún más sugerente: dejar de programar únicamente a partir de la idea de grandes nombres para detenerse en los géneros cinematográficos o en la diferencia entre popular e industrial o entre otros desbordes y fisuras. Más que un canon fijo, Il Cinema Ritrovato propone trazar rutas propias. En un festival de esta magnitud, esa exploración es casi inevitable; la programación es tan vasta que muchas veces hay que improvisar, desviarse de la ruta previamente marcada y dejarse llevar por la disponibilidad del momento. Esa improvisación conduce, por ejemplo, a los pequeños programas de La macchina del tempo en el Cine Lumière, donde casi siempre es posible encontrar un asiento y las proyecciones están acompañadas por instrumentistas que buscan recrear el espíritu de una época que aprendió a conjugar imagen y sonido sobre la marcha.

Naturalism and Dreams, uno de los programas de este año, viaja hacia el cine de 1905, un momento en que el cinematógrafo aún competía con el fonógrafo y el medio buscaba afirmarse como industria y como lenguaje. Ese año, los estudios Pathé en Vincennes ampliaron su capacidad de producción y lanzaron 180 nuevas películas dirigidas principalmente por Ferdinand Zecca, Gaston Velle, Lucien Nonguet, Camille Legrand entre otros. Entre trucos visuales, esbozos cómicos, escenas en exteriores y dramas sociales sobre prisioneros y mineros, este recorrido permite observar no sólo el trabajo de los cineastas de forma individual sino las fuerzas colectivas, industriales y estéticas que dieron forma a un imaginario en expansión: fábricas, talleres de coloreado a mano, obreras que cortaban plantillas, itinerantes que proyectaban películas por Europa. Seguir estas huellas es desplazarse por un mapa distinto, hecho de materiales, procesos y sueños más que de nombres consagrados.

En estos días me hospedo con Ximena, a quien conocí trabajando juntas en FICUNAM, el festival de cine en el que programo en México. Ella fue la que me habló por primera vez de los pórticos y me acompañó a la Piazza Maggiore. Nos reunimos con otros amigos de América Latina que también están en Il Cinema Ritrovato; para algunos, como para mí, es nuestra primera vez en el festival. Conversamos sobre cómo sería nuestro festival ideal, quizá parecido a este, pero un poco más pequeño, para no tener esa sensación de desborde. Ximena, que tiene experiencia en producción, dice que el suyo sería uno con buenas condiciones laborales para quienes lo hacen posible. Pienso que muchas veces, en las coberturas que he escrito, me he concentrado en la programación pero no en esa otra dimensión: la de los contextos y condiciones materiales. Porque un festival de cine es su programación, pero también su producción y su entorno. Estas ideas me llevan a pensar, inevitablemente, en todo lo que sostiene a Il Cinema Ritrovato: la existencia de una cineteca, el trabajo constante de conservación y la infraestructura de salas y proyectores. Es difícil imaginar otro Il Cinema Ritrovato, y más difícil aún pensar en algo semejante en un país de América Latina o el Caribe.

Una de esas condiciones materiales es la calidad de las proyecciones. Sin embargo, conviene evitar la idea de que sólo en circunstancias “óptimas” una película puede verse plenamente o “tal como fue concebida”. En realidad, no existe una proyección ideal y tal vez no ha existido nunca. Cada contexto impone sus propias mediaciones. Pienso a menudo en el cine clásico argentino, del que en muchos casos se conservan copias deterioradas o incompletas. No he visto las películas de Hugo del Carril en fílmico, pero tengo la convicción, entre los píxeles de las copias de mala calidad disponibles en internet, de que su cine es una maravilla. Frente a estas imágenes dañadas, hemos aprendido a hacer un ejercicio de imaginación. Conocer las condiciones materiales no significa acceder a una experiencia “mejor”, pero sí permite comprender que el cine es también sus materialidades: sus copias, sus proyecciones, sus limitaciones técnicas y sus contextos.

Estamos maravillados con el proyector de carbón, apodado cariñosamente “la nonna”, que se convierte en la estrella de las noches en la Piazzetta Pier Paolo Pasolini. Crepita con sus carboncillos, suelta humo y proyecta una luz cálida y vibrante que revela la textura de las imágenes como en las proyecciones de su tiempo —en este festival intento no dejarme llevar por la nostalgia, pero me conmueve el público que aplaude cuando hace su aparición por primera vez Cary Grant en Holiday (George Cukor, 1938)—. Creo que escribir sobre cine implica sostener dos impulsos a la vez: el de la crítica y el de la emoción. Pensar las películas desde sus condiciones materiales, sus contextos históricos y sus proyecciones es tan importante como reconocer el lugar íntimo desde el que las miramos. Tal vez esa tensión —entre análisis y emoción, entre historia y experiencia— es lo que vuelve tan poderosa la escritura cinematográfica. En Bolonia pensé en esta tensión al ver Summertime (David Lean, 1955), la última película que vi con mi mamá antes de que muriera. Ella, cinéfila y fanática del melodrama —la raíz de mi propia cinefilia—, recordaba la trama de esta película que había visto una vez y no volvió a ver hasta que la descargué para ella de uno de esos foros de internet que también formaron mi educación cinematográfica a principios de 2009. Katharine Hepburn, ya mayor —mamá lo subrayaba—, viaja a Venecia y conoce a un hombre. Mamá recordaba una escena de amor en el lago y la inevitable despedida en un tren. Cuando la vimos juntas no me impresionó tanto, pero ahora que volví a verla, tal vez por mi edad o por el paso inevitable del tiempo, me sorprendió la fragilidad de Hepburn, esa manera en que parece maravillarse por primera vez ante el mundo, debatida entre atreverse a una vida que desconoce o conservar esas experiencias, la del amor, sobre todo, como un recuerdo. Hepburn lleva siempre una cámara fotográfica, está empeñada en registrar cada instante y entonces Venecia resplandece en su maravilla. No sé si, una vez de regreso en Estados Unidos, regresará a través de esas fotografías, de esos recuerdos. Tal vez toda escritura, como toda imagen, sea una forma de volver a aquello que nos maravilla. Pero yo quiero estar atrapada en la nostalgia, quiero vivir intensamente y escribir estas impresiones.

Tal vez todavía soy muy joven.


Karina Solórzano

Gracias a Ehsan Khoshbakht por facilitar el azar.

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